Capítulo LIII: Cortilandia

Tengo un amigo que destesta la navidad. Todos los años nos las arreglamos para engañarle y llevarle a ver el teatrillo de Cortilandia, un sábado por la tarde, cuando es imposible escapar del agujero de la plaza de Descalzas.
Seguramente, mientras yo sonrío recordando su cara de paisaje, su camiseta de rayas, las manos en los bolsillos esperando al momento de ir a Casa Labra a comer bacalao rebozado y la sonrisa de niño cabrón de los demás, él se arrepiente de no ser de letras y lamenta profundamente el peculiar humor de sus compañeros de carrera.
Estando lejos, me pierdo el día a día de este elfo antinavideño. Tampoco sé si el atasco es lo que ha hecho que desde el trabajo no lleguen a la primera caña-tapa-caña-tapa de la tarde, ni si se suma alguien más a la fiebre de las hipotecas, o si las clases de sastrería han dado su fruto y quien nunca hizo trajes es capaz de tomar medidas en un solo vistazo. Tampoco me sumo a las salidas de la provincia (al menos una al mes) y nadie entiende que cuando paso en coche el límite de una ciudad, levante manos y pies como si saltara.
Las aglomeraciones del metro se me han hecho más amenas porque me entretengo en intentar entender las conversaciones de los demás (cosa que en Madrid suelo evitar) y hago cosas muy distintas de las que hacía en Madrid porque las cosas a mi alrededor son otras, muy diferentes,
Con ese invento de internet, parece que es más ameno estar lejos. Las llamadas telefónicas pueden ser casi eternas porque, además, el cambio horario casi no molesta. Es una situación a veces un poco confusa. Dejas de tener en común las cosas pequeñas de cada día con la gente de siempre. Es inevitable.
Emancipada a miles de kilómetros, he descubierto muchas cosas de mí misma que no sabía. Algunas me gustan más que otras y otras no pienso cambiarlas. Sin embargo, aunque sume y reste con cierta frecuencia, aunque siempre esté balanceándome y las dudas a veces me superen, lo que sigue empujándome es que nunca cambia esa sensación de morirme de ganas de volver a Cortilandia cada mes de diciembre y de volver al pirohíper para celebrar en condiciones la pre-Nochevieja. A mí cada vez me gusta más la navidad, por supuesto.
Estando lejos, me pierdo el día a día de este elfo antinavideño. Tampoco sé si el atasco es lo que ha hecho que desde el trabajo no lleguen a la primera caña-tapa-caña-tapa de la tarde, ni si se suma alguien más a la fiebre de las hipotecas, o si las clases de sastrería han dado su fruto y quien nunca hizo trajes es capaz de tomar medidas en un solo vistazo. Tampoco me sumo a las salidas de la provincia (al menos una al mes) y nadie entiende que cuando paso en coche el límite de una ciudad, levante manos y pies como si saltara.
Las aglomeraciones del metro se me han hecho más amenas porque me entretengo en intentar entender las conversaciones de los demás (cosa que en Madrid suelo evitar) y hago cosas muy distintas de las que hacía en Madrid porque las cosas a mi alrededor son otras, muy diferentes,
Con ese invento de internet, parece que es más ameno estar lejos. Las llamadas telefónicas pueden ser casi eternas porque, además, el cambio horario casi no molesta. Es una situación a veces un poco confusa. Dejas de tener en común las cosas pequeñas de cada día con la gente de siempre. Es inevitable.
Emancipada a miles de kilómetros, he descubierto muchas cosas de mí misma que no sabía. Algunas me gustan más que otras y otras no pienso cambiarlas. Sin embargo, aunque sume y reste con cierta frecuencia, aunque siempre esté balanceándome y las dudas a veces me superen, lo que sigue empujándome es que nunca cambia esa sensación de morirme de ganas de volver a Cortilandia cada mes de diciembre y de volver al pirohíper para celebrar en condiciones la pre-Nochevieja. A mí cada vez me gusta más la navidad, por supuesto.
1 Comments:
A mí también me gusta cada vez más la navidad, quizá porque guarde un buen recuerdo del último 30 de diciembre. Nunca una lasaña fría dió para tanto.
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